Fernando Pascual, L.C.
AutoresCatolicos.org
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El modo de entender al hombre, su naturaleza, su origen y su destino, es un tema fundamental a la hora de tomar una posición a favor o en contra del aborto.
Para quienes defienden una antropología individualista, tienen valor y dignidad sólo aquellos seres humanos que han logrado un cierto nivel de conciencia. Gracias a ella, las personas pueden tomar decisiones libres y ser responsables. Es obvio que, según el individualismo, el embrión, el feto, incluso el niño de pocas semanas, valen menos, no tienen la misma dignidad que los adultos.
En la perspectiva individualista, la existencia de embriones y fetos, que no llegan a ser “personas” (porque no poseen el nivel de autonomía “necesario” para que empiecen a “tener valor”), depende completamente de lo que deciden quienes sí son “personas”.
Un embrión sería valioso, por ejemplo, si lo desea su madre. Respecto del padre, en general, su opinión puede tener cierto peso, pero la corriente feminista ha logrado neutralizarlo fuertemente. Por eso, en algunos países una mujer, también casada, puede recurrir al aborto con plena libertad, incluso contra la voluntad del padre.
La antropología individualista desemboca, como vemos, en una mentalidad en la que los seres humanos quedan divididos en clases o grupos. Unos carecen de dignidad y de derechos, por no haber alcanzado un cierto nivel de desarrollo; al máximo, tendrían aquellos derechos que les concedan benevolamente seres humanos que sí son importantes. Otros tienen plenos derechos, los que gozan de un pleno reconocimiento social y jurídico que les permite, por ejemplo, realizar contratos, contraer compromisos, gestionar una cuenta bancaria, etc.
Es claro que el individualismo lleva a una actitud discriminatoria, en la que los seres humanos se dividen en dos clases: los que tienen derechos (personas) y los que no los tienen (subpersonas) o los tienen condicionados según los intereses y los deseos de las personas.
Existe, sin embargo, otra perspectiva antropológica, que considera al ser humano no según las cualidades que pueda tener en las distintas fases y situaciones de su existencia, sino según su identidad profunda, según su “naturaleza”.
Conviene aquí aclarar que la palabra naturaleza tiene una acepción muy rica. Naturaleza implica un modo de ser, un nivel de existencia, que permite identificar los distintos tipos de seres que existen en el mundo que conocemos.
Algunos pensadores, es necesario aclarar este punto, oponen naturaleza y libertad, al decir que la naturaleza alude a todo aquello que exista según leyes determinísticas e inmodificables, mientras que la libertad se sitúa en un nivel distinto y superior al de la naturaleza (que coincidiría con la idea de naturaleza física). Para estos autores, no sería correcto hablar de una “naturaleza humana”, pues el hombre sería alguien profundamente indeterminado, abierto, libre.
A pesar de esta posición, sí resulta posible hablar de naturaleza humana, en el sentido precisamente de que el hombre es capaz, por su modo de ser, de vivir sin estar completamente sometido a leyes férreas, inmóviles, constantes, determinísticas. Por estar dotado de un principio diferente, superior, espiritual, el hombre es, “por naturaleza”, un ser abierto, libre, orientado a metas, capaz de comprender y de amar.
Decir que es “capaz” significa que no siempre está comprendiendo, que no siempre está amando. Por eso, en la perspectiva antropológica que reconoce una naturaleza en el ser humano, es posible indicar que gozan de igual dignidad tanto el embrión como el adulto.
El embrión, ciertamente, no puede aquí y ahora realizar un acto de inteligencia, no puede amar. Pero no por ello deja de ser humano, deja de pertenecer a la misma naturaleza que la del adulto. Simplemente, el embrión está en camino, en potencia, para realizar un día, si su desarrollo no sufre accidentes graves, actos de comprensión y de amor.
En otras palabras, la perspectiva antropológica que defiende la unidad profunda entre los seres humanos por poseer una naturaleza espiritual no puede permitir discriminaciones basadas en el tamaño, en el nivel de coeficiente intelectual, en la raza, en la fuerza física, en el color de la piel, en el dinero. Todos los hombres empiezan a existir con una igual dignidad, y por eso nunca puede ser justo eliminar a los más débiles para satisfacer los deseos de los más fuertes.
El camino para superar la mentalidad que ha llevado a la legalización del aborto en tantos países del mundo se encuentra en la antropología. Profundizar en lo que es el hombre, reconocer que tiene una naturaleza particular y que posee una dignidad intrínseca, desde la fecundación, será el primer paso, necesario y urgente, para salvar la vida a millones de hijos que cada año son eliminados antes de nacer. Servirá también para ayudarles en las primeras etapas de su vida con políticas que promuevan su salud, una alimentación sana, y su acceso a la educación y a la cultura.
En otras palabras, reconocer la naturaleza que poseemos todos los hombres y mujeres del planeta hará posible que los derechos humanos, que valen para todos, se conviertan en realidad también para los hijos, que serán protegidos y ayudados cuando viven y crecen durante 9 meses maravillosos en el seno de sus madres.