Tiene ochenta y muchos años y me autoriza a contar su historia con tal de que no ponga su nombre. Viene a hablar de sus dos nietos, pero su locuacidad nos lleva muy lejos. Dice que está contento “
como unas Pascuas”.
Puntualiza que no se priva de nada: tiene un marcapasos en el corazón, que funciona “divinamente”; un par de rodillas “
postizas”, que no le duelen porque no son suyas…
—A veces parece como si dolieran, pero no puede ser verdad. Por tanto no me quejo.
También sufre una diabetes antigua a la que ha cogido cariño “porque lleva conmigo muchos años”. Ve poco –cada día menos–, pero lo suficiente para seguir leyendo y olvidar la televisión. Y como el médico no le deja aumentar de peso –”si engordo se me descomponen los engranajes”–, se siente ligero con sus cincuenta y tantos kilos y su peculiar sentido del humor.
—Tengo que dar muchas gracias a Dios. No me falta de nada.
Me mira de frente como sólo saben mirar los viejitos buenos y los niños malos.
—Mis nietos están siempre enchufados a alguna maquinita. Y no es que me parezcan mal. Es el exceso lo que los atonta. Yo también tengo teléfono móvil; lo que pasa es que lo pierdo continuamente y tengo que pedir a mi mujer que me llame para ver por dónde suena. Ayer mismo lo encontré en la caja de las galletas.
Se conoce que había ido a robar una o dos a media mañana –el médico me deja, pero mi mujer no–, y con las prisas, metí dentro el teléfono. Menuda regañina me cayó.
Hace una pausa y yo trato de enderezar la conversación hacia nuestro asunto. Se ve que le cuesta hablar de los padres de sus nietos, de su hija, que está separada y vive fuera de España, casada por lo civil.
—Me enfado con Dios muchas veces; pero son sólo peleas de amigos. Luego nos pedimos perdón (sic) y santas Pascuas. Yo pido a Dios que traiga a mi hija unos días, aunque sólo sea para que vea a sus chicos alguna vez. Están aquí, y si no fuera por las maquinitas… Es que el mundo no anda bien. Ya cambiará. Yo he vivido muchos años y sé que nada es definitivo.
De pronto se engancha con las noticias de actualidad. Se ve que es hombre culto, de muchas lecturas bien digeridas, ágil de cabeza e infatigable devorador de periódicos. Me habla de Japón, Libia, el Próximo Oriente, China, Latinoamérica, la Unión europea… Y, cuando de pronto, salta al euro, al precio del petróleo y a las energías renovables, me echo a reír y le digo que no puede ser; que no es cierto eso de que no tiene estudios, que fue tractorista y camionero en su juventud.
—Es que la enfermedad da para mucho ?se justifica?. He tenido tiempo para leer, para pensar y para hablar con el de arriba. Ahora, con los años, Dios me ha concedido la gracia más grande: la de ser un escéptico
—¿Escéptico?
—Es que no creo en casi nada. Desconfío del progreso, de las nuevas tecnologías y de la arrogancia de los ideólogos. No sé si dentro de veinte años Europa seguirá siendo Europa, y la verdad, me importa un pito. Durante siglos los hombres se dispersaron por el Planeta y dieron origen a multitud de lenguas y razas. Ahora ha empezado el regreso. Volvemos a encontrarnos, y si nos mezclamos bien al fin habrá sólo una raza, igual que en el Paraíso. Y llegará Jesucristo sobre las nubes del Cielo, y con él, el fin del mundo.
Se queda callado unos segundos para tomar aliento y para mirarme de reojo, a ver qué cara pongo. Al fin dice:
—Tampoco me importa la salud. Soy muy pesimista sobre la marcha del mundo; pero Dios me hace vivir de esperanza. Todo lo que tengo es un regalo suyo. Él es mi marcapasos. Cuando se pare, “hasta luego, Lucas”. O sea que soy feliz.
—¿Cómo unas Pascuas?
—Eso, como una Pascua florida.