¿Se puede repetir?

Jaime Nubiola 

Cuando yo nací acababan de suprimirse en nuestro país las cartillas de racionamiento con las que, en aquellos años de hambre de la postguerra, se intentaba regular la distribución del pan, el aceite y los demás alimentos básicos que escaseaban. Al ver hoy en día los grandes supermercados, abarrotados de comestibles de todo tipo, nos cuesta quizás imaginar que no siempre ha sido así. Las abuelas veteranas testimonian de manera fehaciente que dar de comer en España no era entonces tarea fácil. Me parece a mí que tampoco lo es ahora cuando hay que alimentar a una familia grande por la mañana, al mediodía y por la noche. En estos casos, la pregunta decisiva es muchas veces la de «¿Se puede repetir?».

El famoso historiador inglés Paul Johnson trabaja en la proximidad de Hyde Park, el parque central de Londres, al que suelen ir muchas familias los domingos a merendar o a hacer un picnic, como dicen los ingleses. Hace algunos años escribía en un artículo que, cuando está cansado, suele asomarse al ventanal de su estudio y disfruta observando a la gente esparcida por el parque. Se ufanaba de que era capaz de distinguir perfectamente entre los niños hijos únicos respecto de los que habían sido educados en una familia grande. Los primeros, cuando se extendía el amplio mantel a cuadros y se abría la cesta con las viandas, no manifestaban el menor interés por su contenido, mientras que los segundos, los niños de familias numerosas, al ver la comida dejaban inmediatamente de jugar e incluso de hablar, metían los codos junto al cuerpo y se lanzaban apretadamente por los bocadillos. No hacía falta que la madre les dijera nada; quizá tan sólo advertirles que no se podía coger un segundo bocadillo hasta haberse terminado el primero.

Una "escuela de convivencia"

Mi madre contaba que, con sus dos primeros hijos —como quizá suelen hacer todas las madres primerizas—, se empeñó siempre y con escaso éxito en hacernos comer, pero, en cambio, con los siguientes dejó de «luchar» para que comieran, y de hecho crecieron más altos y fuertes; probablemente —pienso yo— por el estímulo de los hermanos mayores. Los hermanos se enseñan a comer unos a otros, se contagian los gustos y a veces las aversiones, y también suelen distribuirse entre sí las preferencias. Siempre hay uno o una a quien no le gusta el queso, otro que es «especialista» en croquetas, otro en patatas fritas, galletas o helados. En cada familia llaman la atención tanto los gustos compartidos como las marcadas variantes personales que incluso muchas veces se complementan. En este mismo sentido, siempre me ha admirado la habilidad de la «cirugía» materna para sacar de un pollo cuatro patas o tres pechugas para adaptar el ave en cuestión a las peticiones de los hijos, más atentos a sus preferencias que a la anatomía animal.

Quienes no tienen experiencia de una familia numerosa podrían pensar quizá que son hogares en los que la comida está racionada uniformemente, que toca siempre monótonamente lo mismo a todos como si fuera el rancho de un cuartel o una institución impersonal. Sin embargo, de hecho suele ser todo lo contrario. En una familia grande, si se hace pasta, siempre hay una zona sin queso o sin picadillo para quien no le gusta el queso o el picadillo; o al preparar la carne, tanto por el tamaño como por lo hecha que está, puede decirse —como decía mi madre— que cada trozo de carne «tenía nombre», había sido hecho pensando en uno concreto. En una familia grande hay competencia entre los hijos, pero casi siempre las preferencias de unos y otros hermanos son respetadas «religiosamente»: en las cajas de surtidos de galletas se sabe de antemano qué galletas va a comer cada uno y muchas veces incluso por qué determinado orden. En este sentido, la hora de comer en una familia no puede ser nunca una batalla campal, sino una escuela de convivencia, de donación, de compartir a gusto, de aprender unos de otros, de escucharse.

Que siempre se pueda

Lograr esto no es tarea fácil. Requiere mucha previsión y bastante organización para que la comida esté a su hora, bien presentada —que entre por los ojos— y que sea abundante, pues, sobre todo, en una familia numerosa siempre se ha de poder repetir, si no del segundo plato, al menos del primero y a veces también del postre. Más aún, casi siempre hay que repetir un poco del primero para lograr terminar la fuente y de esta forma conseguir que no queden sobras que —como suelen decir las madres— «tanto estorban después en la nevera». En cambio, convendrá ser estrictos en los extraordinarios, los chuches y caprichos fuera de hora, que son causa principal de la obesidad infantil y resultan un gasto familiar considerable.

Viene a mi memoria una cena con un colega en casa de un distinguido matrimonio latinoamericano que nos obsequiaba con una extraordinaria elegancia, mayordomo incluido. Al salir de la casa, mi colega navarro, buen comedor, me definió certeramente la comida: «Exquisita, pero escasita». Y me dio la impresión de que aquella sobriedad podía estar relacionada con el hecho de que aquel matrimonio no hubiera tenido hijos. Algo así me contaba un hijo único que vivía en un Colegio Mayor mientras estudiaba en Navarra: estaba encantado de la comida del Colegio porque podía repetir; en su casa, sus padres eran muy «ecológicos», hacían dieta, temían engordar y estaba todo siempre medido exactamente para tres. En cambio, en el Colegio Mayor cada día repetía con libertad dos o tres veces de primero y otras tantas de segundo, sin que tampoco engordara mucho, pues es un gran deportista.

Dar de comer a una familia es un desafío diario que superan maravillosamente bien muchos hogares. Hay que lograr que en todos pueda alzarse la voz del más pequeño preguntando «¿se puede repetir?», y que siempre pueda ser atendida su petición.